Tan furibundo como imprevisible, inesperado, el huracán Milton finalmente arribó a Florida, en los Estados Unidos, tras un derrotero al borde de la Península de Yucatán que mantuvo en vilo a todo el sureste de México. La incertidumbre, la preocupación alimentada por el miedo y la ansiedad, esta vez no me llegaron vía el testimonio de terceros como suele ocurrir en la labor periodística: los encarné primero de forma tibia, y luego ya a modo de catarata incontenible, en cuanto brotaron las versiones que señalaban que no se trataría de un fenómeno climático menor, o apenas una tormenta tropical tan relativamente común a esta altura del año en esta parte del mundo. Aclaro que las tormentas tropicales tampoco aportan momentos divertidos: incluyen vientos por encima de los 60 kilómetros por hora y llegan con lluvias que suelen anegar poblaciones y caminos.
Pero en la escala de inconvenientes climatológicos, podría decir que se trata de uno de los males más leves. El escenario cambia cuando la tormenta en cuestión evoluciona a huracán categoría 1, con sus vientos de más de 120 kilómetros por hora. Y ni hablar cuando el mismo huracán salta al nivel 5, el máximo parámetro establecido para los ciclones, con corrientes de aire capaces de superar los 300 kilómetros por hora. Ese fue el caso de Milton.
Antes que nada, narrar el paso del huracán por Yucatán exige fijar un escenario: me encuentro en Mérida, una ciudad baja de opulento centro colonial que merodea el millón de habitantes. Es considerada la principal urbe de la Península, formación divida políticamente en los estados de Quintana Roo, Campeche y el mencionado Yucatán. En tanto se la promociona como la “última ciudad segura” de México, Mérida transita un boom demográfico a partir de una migración interna que es consecuencia de la violencia narco que atraviesa a casi todo el país y el arribo de canadienses y estadounidenses que consideran a la región como el lugar ideal para transitar el retiro laboral.
Mérida se ubica a poco más de 40 kilómetros de una línea de playas que, bañadas por las aguas del Golfo de México, alinea a pueblos y ciudades como Progreso, Chelem, Chuburná Puerto, Telchac, Chicxulub Puerto y San Crisanto, entre otros núcleos urbanos. Precisamente, esos fueron los puntos habitados que, cercanos a la capital yucateca, padecieron las peores consecuencias del movimiento de Milton durante el lunes 7 y el martes 8.
La irrupción de Milton no sólo generó pánico por el tenor de su potencia: multiplicó el susto a partir del vértigo con que devino en huracán categoría 5. Su transformación de tormenta tropical a un ciclón de esa intensidad ocurrió en menos de 24 horas, un rasgo completamente atípico. Semejante cambio tomó por sorpresa a los centros de monitoreo, las autoridades políticas y, por supuesto, a la misma población de la Península. De pronto hubo que correr detrás de víveres y agua, asegurar de alguna forma los hogares: el frenesí de los habitantes de Mérida redundó así en lo que acá se conoce como “compras de pánico”.
Así, durante la jornada del lunes, los autos se multiplicaron en las calles, como así también las colas en las pollerías y carnicerías, supermercados y estaciones de servicio. En este último caso, las filas se prolongaron por varias cuadras en torno a los puntos de expendio. De pronto inserto en un escenario de inminente catástrofe, pregunté por qué tanta locura por cargar nafta. “Los surtidores funcionan con electricidad y lo más probable es que tengamos cortes programados. Y luego se afectarán las líneas de tensión por el mismo huracán. Quién sabe cuándo se podrá volver a cargar con normalidad. La gente sabe y por eso se apura”, me comentó unas de las empleadas de la estación de servicio de Chuburná de Hidalgo, el barrio donde vivo.
Huracán Milton y las “compras de pánico”
La falta de experiencia en escenarios de catástrofe me llevó a hacer pie en los supermercados recién al mediodía del lunes 7. Para ese momento, la gobernación de Yucatán ya había notificado que activaría el cese de actividades administrativas, y también regía el cierre de escuelas. En general, las empresas se movieron en sintonía. Tiendas, shoppings y autoservicios, en tanto, podrían mantenerse activos hasta no más de las 4 de la tarde, momento establecido por los pronósticos como la hora de arribo de las primeras ráfagas potentes de Milton.
Las “compras de pánico” se sentían en las góndolas: escasez de enlatados como el atún, un producto que dispara su demanda en este tipo de circunstancias, y los frijoles, ausencia total de opciones de pan, y poca disponibilidad de garrafones de agua potable de 20 litros –los más consumidos en Mérida dada la contaminación que evidencian las reservas hídricas de la ciudad–. También, desaparición del jamón y el queso de las heladeras, poca oferta de carnes y algunos resabios de frutas y verduras. Los huracanes tienen, también, el raro efecto de acentuar la demanda de rollos de papel higiénico en Yucatán. Nadie tiene un argumento contundente que permita explicar la devoción urgente por ese producto, pero la mayoría compra hasta despoblar por completo los estantes.
En ese contexto de escasez logré hacerme con algo de atún, tortillas de harina de trigo, un poco de pollo y un pack de Electrolit, los sueros rehidratantes que más se consumen en México. Ya guardaba un garrafón de agua de la compra semanal. El cielo, hacia las 2 de la tarde, ya era un telón negro con promesa de lluvia contundente. El viento hasta ese momento soplaba a modo de brisa. Los medios de comunicación y los espacios de la Gobernación en las redes sociales instaban a encerrarse en las casas. Informaban, también, la puesta en vigencia de una ley seca de alcohol hasta nuevo aviso. La interrupción de la venta de cervezas y destilados es una medida que se aplica en Yucatán en momentos de confinamiento –rigió durante gran parte de la pandemia de Covid-19, por ejemplo– con vistas a erradicar situaciones de violencia de género y familiar.
En la casa apliqué las recomendaciones más populares: encinte los ventanales, junte y guarde todo balde, lata, silla o escalera dispersa por el exterior, de modo tal que el viento no transformase a esos elementos en proyectiles, coloqué trapos juntos a las puertas para contener una eventual entrada de agua, aseguré el portón y recorrí los alrededores para observar el estado de cables y ramas de árboles. Nada más se podía hacer. Sólo esperar y encomendarse a la voluntad de un fenómeno apabullante, tan caprichoso como letal.
El viento fuerte comenzó durante el atardecer de ese mismo lunes 7. Llegó a través de soplos entrecortados pero potentes. A la seguidilla de ventarrones le siguió la lluvia golpeando como cachetadas el techo, los vidrios, las paredes. Las corrientes rápidamente se hiciero una constante pero la casa no se inmutó: apenas un poco de agua comenzó a filtrarse a través de algunos resquicios en puertas y ventanas.
Sin dejar de estar atento a los sonidos en el techo, busqué distraerme con el internet aún en funcionamiento y la lectura bajo una luz de pronto temblorosa. Sería una noche larga, muy larga, y el temor al viento devino en tedio a partir del ritmo ya sostenido de las ráfagas y la certeza de que no podía hacer más que esperar. Revisé Windy, una aplicación muy popular en Yucatán que arroja datos climáticos en tiempo real, además de exponer vía mapas el movimiento y la intensidad de los huracanes, la evolución de las lluvias y otros fenómenos climáticos.
Milton, señalaba la plataforma, recién reduciría el soplido constante a partir de las 2 o 3 de la mañana. A esa hora su vórtice se ubicaría muy cerca de Progreso, el puerto más cercano a Mérida. Noche de seguro desastre para sus habitantes, varios de ellos ajenos a la evacuación que las autoridades del estado efectuaron ese mismo 7.
El huracán Miltón generó múltiples destrozos en las costas de Yucatán
Milton y la posibilidad de otro huracán
El sueño finalmente se impuso al silbido del viento y el salpicar constante de la lluvia vehemente. La posibilidad de que la casa sufriera un inconveniente, sus estructuras cedieran por la furia del temporal, o que de pronto el mismo aguacero terminara por destrozar los vidrios, se apagó como preocupación a la par del cansancio que me cerró los ojos. La imposibilidad de cambiar eso que ocurría devino en un efecto de algún modo liberador y esa misma sensación me permitió dormir. A la mañana siguiente, Milton ya se ubicaba a algo más de 200 kilómetros de Mérida, camino a Río Lagartos, otro puerto de la Península. Persistían algunas turbonadas de viento y una llovizna intermitente. Las calles se mantenían vacías.
En cuanto hubo algo de conexión de Internet se dio la posibilidad de avisar que lo peor ya había pasado. Y de saber que en muchas zonas de la capital de Yucatán faltaría luz por varios días, que en varios barrios se constataban situaciones de inundación, que había quienes lo habían perdido todo. De esa forma también me enteré que el huracán apenas nos había rozado con uno de sus bordes y que teníamos que sentirnos afortunados por eso: de haber impactado de lleno, sin dudas la ciudad hubiese amanecido totalmente destruida.
Pregunté si Milton había sido el último huracán del año: hubo quienes dijeron que sí, que la temporada de ciclones concluye este mismo mes y que ya no habría tiempo para más. Pero fueron más aquellos que me advirtieron que el rasgo imprevisible de este huracán, tan espontáneo en su aparición como arrollador en su cambio de intensidad, es síntoma de cómo seguirán reaccionado estos fenómenos por efecto de la contaminación desatada y el calentamiento innegable. Y que, pensando en lo que viene y dado el contexto socioambiental que atravesamos, las tragedias derivadas del cambio climático merecen asumirse como realidades que ya se han vuelto tan constantes como ineludibles.